(Artículo publicado en el suplemento Cultura’s de La Vanguardia, nº 396, 20 de enero de 2010. Edición impresa.)
El progresivo envejecimiento y la creciente escasez del público que asiste a los conciertos de música clásica parecen síntomas inequívocos de la decadencia de la gran tradición musical europea. Esta constatación da pie con relativa facilidad a aseveraciones apocalípticas sobre la perversidad inherente del desarrollo tecnológico, la inconsistencia de los adolescentes, a la vez culpables y víctimas de nuestros peores males, o la inoperancia de las instituciones educativas. Antes de dar por buenas conclusiones tan deprimentes, quiero hablarles de un joven compositor cuya actividad creativa nos invita a considerar el panorama musical bajo una nueva perspectiva.
En diciembre del año pasado se celebró en el Auditori de Barcelona el estreno, por parte del conjunto BCN 216, de una obra de Octavi Rumbau (Barcelona, 1980) titulada Le souk. La audición de esta pieza no produce la más mínima impresión de decadencia. No hay en ella ningún rastro de solipsismo, del recurso a la extrema complejidad compositiva propia del autor que ya sólo se habla a sí mismo. Le souk fue cuidadosamente diseñada, atendiendo, según explica el propio Rumbau, tanto a la lógica interna del material sonoro como a los requerimientos de su adecuada percepción. Todo en la factura de la obra (la proporción entre las secciones, la creciente riqueza contrapuntística, la sucesión de las repeticiones) fue medido para obrar el estímulo justo de los sentidos y el intelecto del oyente, para facilitarle que siguiera el hilo del discurso musical sin dejar de pedirle una actitud despierta. En efecto, tampoco cae la obra en la seducción fácil que pretende la inmensa mayoría de la música que escuchamos hoy, esa música que toma con respecto al oyente una actitud entre condescendiente y despreciativa, que no le pide otra actividad que el mero reconocimiento de lo archiconocido y lo rebaja de la categoría de individuo a la consumidor.
Octavi Rumbau se encuentra entonces en posesión de un lenguaje musical que no da muestras de cansancio, que no ha caído ni en el cinismo, ni en la pura ofuscación especulativa, ni en la estúpida candidez. ¿Significa esto que la decadencia de la música clásica de la que hablaba al principio es tan sólo aparente? Eso depende de cómo cataloguemos la música de Octavi Rumbau. Este joven compositor ha estudiado en el Conservatori de Badalona, en el ESMUC, en la École Normale y en el Conservatorio de París (donde actualmente prosigue su formación), en Barcelona su música se interpreta en el Auditori y él mismo declara que entre el lenguaje musical de Beethoven y el suyo se da una continuidad perfectamente natural. Todo ello nos permite concluir que, en efecto, lo que Octavi Rumbau compone es música clásica. Ocurre sin embargo que el público de los ciclos clásicos, ese público cada vez más entrado en años y más escaso, ignora deliberada y completamente sus composiciones. Y no sólo las suyas: por lo general dicho público da la espalda a las importantísimas creaciones de Schönberg, Webern, John Cage, Stockhausen, Boulez, Ligeti o Berio. No es muy aventurado afirmar que entre esa clase de oyentes despierta más adhesiones una canción de Frank Sinatra que cualquiera de las derivaciones contemporáneas de la música clásica que tan bien conocen y aprecian.
Se da la circunstancia de que, por una parte, el sector del público joven más avezado o más bien dispuesto hacia las nuevas creaciones sonoras no se interesa por composiciones como las de Rumbau, por el mero hecho de que están catalogadas como “música clásica” y, por otra, el sector mayoritario del público de la música clásica tampoco se interesa por ellas porque no está dispuesto a hacer el esfuerzo que requiere comprenderlas. Consideremos por ejemplo una pieza como Sleighbass, obra para contrabajo y electrónica compuesta por Rumbau en 2008, cuyo estreno en París corrió a cargo de un contrabajista de jazz y cuyos sonidos electrónicos despertarían presumiblemente el interés del sector más concienzudo de los fans de, digamos, Animal Collective. Esta pieza no alarmaría a nadie en el Sónar, que felizmente ya presenta algunos conciertos en el Auditori, ni en una muestra de arte sonoro, tan en boga actualmente en el mundo de las artes plásticas. No es otra cosa que la etiqueta de “música clásica contemporánea”, una razón, claro está, nítidamente extramusical, lo que hace que congregue a su alrededor un auditorio muy reducido.
Por otra parte, aún en el caso de que los ciclos de música clásica se desvinculen cada vez más de la creación contemporánea, ello no significa que entren realmente en decadencia. Esos ciclos se ocupan de conservar una tradición valiosísima, que no veo cómo podría dejar de despertar, más allá de reajustes más o menos pasajeros, el interés de aquellos músicos y melómanos conscientes de cuán importante es, para apreciar justamente el arte de hoy, conocer bien el arte del pasado. Dicha tradición queda a salvo en la programación regular de los auditorios, mientras la creación musical se da en un ámbito de aguas turbias al que no podemos aplicar ninguna de las categorías que sólo tienen validez, si es que la tienen, para los procesos ya fijados por la historia.