(Article publicat al suplement Cultura/s de La Vanguardia, nº 441, 1 de desembre de 2010. Edició impresa: pdf1, pdf2)
El piano fue el instrumento privilegiado de la música romántica, no sólo por la gran cantidad de repertorio que se escribió para él en ese periodo, sino porque se erigió además en la principal herramienta para la creación, en el banco de pruebas frente al que los compositores se sentaban para meditar y anotar sus ideas musicales. Incluso un compositor tan poco pianístico como Mahler se servía del piano para escribir sus sinfonías. Su uso como herramienta de ensayo de las intuiciones sonoras lo conviritó en un instrumento abstracto, desprovisto en cierto modo de sonido propio: Beethoven, Mahler, incluso Stravinsky (al que ya no podríamos calificar de romántico) tocaban el piano imaginando el sonido de los violines, de la flauta, del arpa, de la percusión. Hasta tal punto condicionó esto la naturaleza del instrumento, que también en las piezas escritas específicamente para él su sonido remitía constantemente a los timbres de la orquesta sinfónica, como si se tratara de esbozos a carboncillo preparatorios de un cuadro inexistente.
Hoy los compositores ya no necesitan oír en el piano una paleta de timbres imaginarios, porque disponen de los medios para escuchar y modificar prácticamente cualquier sonido que se les ocurra. Lo verdaderamente definitorio de la música de hoy no es tanto la ampliación del campo de los sonidos musicales hasta abarcar cualquier vibración audible como el hecho de que, en virtud de tal ampliación, ya no hace falta que ningún sonido valga por otro. Son muchos los compositores que siguen escribiendo con el piano y para el piano –probablemente porque la educación musical sigue concediendo a ese viejo instrumento el papel central que debieran ocupar las herramientas fundamentales de la música de hoy, el micrófono y el ordenador–, pero lo hacen de un modo radicalmente distinto: prestan la máxima atención al sonido específico del piano, incluso a sus crepitraciones, al tac-tac de su mecanismo (que no debiera oírse), al modo sutil e incontrolable en una cuerda resulta estar desafinada.
Los jóvenes músicos que tocarán a partir de mañana en el Espai Cultural Caja Madrid –por primera vez en Barcelona en todos los casos– exploran el campo de posibilidades que ha abierto esta nueva forma de escuchar el piano. Se hallan en la posición adecuada para hacerlo: tienen formación de conservatorio, lo que les ha dado familiaridad con el instrumento, han desarrollado su sensibilidad auditiva con la música minimal y ambient, lo que les libera de la necesidad de ser pianistas virtuosos –el virtuoso está incapacitado para escuchar, como el acróbata para ver su pirueta–, y han desarrollado proyectos creativos en el mundo del rock y la electrónica, lo que les emancipa de los prejuicios con respecto al micrófono y al ordenador que todavía inculca la academia. No era fácil percatarse de que tenían ante sí un espacio musical nuevo. No hay en él un cambio de instrumentos, de medios técnicos ni de formas de difusión en relación al ambient o al pop. El cambio es sutil en sus procedimientos, aunque radical en sus presupuestos conceptuales, como un cambio en la luz de una estancia que descubriera texturas y colores insospechados en los muebles de siempre.
Fijémonos por ejemplo en el tema From Stone to Cloud de Sylvain Chauveau, quien abrirá el ciclo de Caja Madrid. Mezcla los sonidos instrumentales con los electrónicos, lo cual no es en absoluto nuevo, pero no usa los segundos como complemento de los primeros, como haría Pierre Boulez, ni como imitación de ellos, como haría Brian Eno, sino que los sitúa en un plano de igualdad: cuando el sonido del piano ya no es más que el sonido del piano, no cumple una función distinta que cualquier otra onda sonora. Escuchando ese tema uno tiene la impresión, impensable en Boulez o en Eno, de que cualquier sonido puede irrumpir en cualquier momento. Por otra parte, el tema With Everything that Breathes de Greg Haines, también invitado al ciclo, tiene pasajes muy parecidos a la música de Chopin, y sin embargo no lo acecha la sombra de la nostalgia ni de la decadencia. Lo que lo diferencia de esa música ya muerta –muerta en el sentido de unánimamente aceptada como valiosa, y por ello incapaz de pleantear conflicto alguno– no es otra cosa que el cambio de paradigna de escucha. Como a John Cage le gustaba decir, citando a un maestro zen, “between death and life there is little difference”.