Esculturas para el tacto y el oído

(Artículo publicado en el sumplemento Cultura/s de La Vanguardia, nº 471, de 29 de junio de 2011)

Desde mediados del siglo pasado, la escultura se ha desplazado decididamente hacia el formato instalación, hacia la distribución dispersa en el espacio de objetos que establecen con el espectador una relación ambigua, no claramente diferenciada de la que establece con nosotros cualquier distribución de objetos con que interactuamos en la vida cotidiana. Una de las consecuencias de este desplazamiento es que la percepción de la escultura ha dejado de ser exclusivamente visual, y reclama también la intervención del tacto. Esto ocurre incluso en aquellos casos en que –ya sea por pura inercia o por la voluntad de restituir artificiosamente a la escultura el aura perdida, el único factor que puede justificar su valor económico– no se nos permite tocar la pieza. Hoy ya no se trata solamente de mirar la escultura, de contemplarla, sino de percibir el espacio que ocupa, y la percepción del espacio, como dijo Walter Benjamin en relación al modo en que percibimos la arquitectura, depende en buena medida del tacto, sentido que recibe estímulos simultáneos de todas direcciones y que no opera en la modalidad de la contemplación, sino en la del hábito y la proximidad.

En el caso específico de las esculturas sonoras de los hermanos Baschet, además de la percepción táctil del espacio en que despliegan su presencia de artefactos extraños, a la vez elegantes y destartalados –la percepción táctil que requiere generalmente la escultura contemporánea– es necesaria la experiencia táctil directa de las piezas. Estas esculturas deben tocarse, deben hacerse sonar, precisamente porque su adecuada percepción va más allá de la dimensión táctil, requiere que nos aventuremos en la dimensión de lo acústico. Los rótulos que, distribuidos en las paredes del espacio expositivo, pohiben al visitante tocar las esculturas contradicen de un modo tan evidente la naturaleza de estas piezas que casi anulan el sentido de la muestra. Ello indica que las esculturas Baschet despliegan su presencia en lo que Marshall McLuhan llamó espacio audio-táctil, espacio que deviene central en nuestra civilización cuando la radio y la televisión substituyen a los medios escritos como principal vehículo de información.

No deja de ser significativo que estas esculturas se sitúen en un tipo de espacio que nace de una revolución tecnológica, dada la actitud de resistencia que los hermanos Baschet siempre han tenido con respecto a los medios electrónicos. Desde el inicio de su trayectoria creativa, en los años 50, marcaron distancias respecto a la obra de Pierre Schaeffer y Pierre Henry, padres de la música concreta, que trabajaban primero sobre disco analógico y después sobre cinta magnetofónica, y emprendieron un camino completamente distinto, partiendo de la convicción de que el sonido acústico es superior, por razones nunca especificadas, al sonido electrónico. Y a pesar de ello, como decía, la experiencia del espacio, de la vibración –que a través del vidrio y el metal llega a nuestras manos– y del sonido que su obra nos propone, y que va más allá de la experiencia visual –orientada en cada instante en una sola dirección–, no podría apreciarla plenamente quien no viviera, como vivimos nosotros, inmerso en el espacio audio-acústico, ese espacio de la multidireccionalidad y la simultaneidad cuyo alcance se ha visto incrementado con la aparición de Internet. Desde luego podemos mirar estas esculturas desde cierta distancia, sin tocarlas, con actitud contemplativa, y de hecho esta es la experiencia que el Museu de la Música nos propone; así vistas, sin embargo, estas piezas resultan, me parece, bastante pobres.

Acaso la prevención ante el contacto nefasto con las manos del visitante se explique por el hecho de que el Museu de la Música es, principalmente, un museo de instrumentos musicales. Y es bien sabido que los instrumentos son objetos que sólo unos cuantos saben tocar como es debido. Esta es la otra vía, además de distancia contemplativa, por la que la experiencia que las esculturas Baschet nos proponen puede verse drásticamente empobrecida: equiparalas a los instrumentos musicales convencionales, haciendo creer al visitante que deben tocarse de cierto modo, según una técnica específica que solo puede adquirirse al cabo de años de abnegada dedicación. Es evidente, si embargo, que en tanto que instrumentos destinados a la interpretación de la música convencional –aquella restringia a los sonidos de la escala temperada– las esculturas Baschet son muy rudimentarias, y no resisten la comparación con la precisión acústica y la sofisticación tímbrica de una trompa, un violín o un piano. Tal vez el interés de estas esculturas resida, precisamente, en el esfuerzo consagrado por sus autores a la construcción de unos artefactos sonoros que, desde un punto de vista convencional, son bastante rudimentarios, en el hecho de haber llevado a cabo una empresa descabellada con la más rigurosa y consecuente seriedad. Si esta hipótesis es cierta, la mejor experiencia musical que podríamos extraer de estas esculturas –o la mejor experiencia sonora, si el lector tiene una concepción restringida de la música– sería tocarlas de forma directa, desinhibida e irresponsable, para ampliar al máximo el caracter impredecible de su respuesta sonora. De este modo desencadenaríamos a nuestro alrededor un espacio sonoro de una complejidad inaudita y, lo que es aún más interesante, nos hallaríamos absolutamente inmersos en él.

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