Presencia crítica

(Este artículo se publicará próximamente en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia).

La cuestión del refugio del artista, de la necesidad de marcharse a trabajar a un lugar apartado, lejos de ser un problema marginal, como podrían hacernos creer las ideas de aislamiento, de retiro, de paréntesis que lleva asociadas, ocupa, creo, un lugar central en la problemática del arte de hoy. ¿Qué es un libro, a fin de cuentas, sino el resultado de largas horas de aislamiento, sino la inscripción en un pliego de papeles de una voz de procedencia secreta? Ello es así aun cuando el libro fuera escrito en un piso del Eixample: el lugar de la escritura es inaccesible, se halla a una distancia insalvable, inherente al formato libro. En la música y en las artes visuales la situación no es muy distinta. En la medida en que consideremos el álbum como el formato estándar de la música actual –me perdonarán los compositores que aún escriben partituras– y en que sigamos pensando que la labor del artista visual consiste en producir cosas –sean cuadros, impresiones digitales, vídeos o instalaciones– no podremos negar que la obra de unos y otros procede de un estudio de grabación, de un local de ensayo, de un taller, de un lugar, en todo caso, cerrado y oculto.

El lector objetará que hace tiempo que las artes visuales superaron la sumisión a los objetos, y estará en lo cierto –si bien no deja de ser significativa la cantidad de artistas que estos días anuncian, en su perfil de Facebook, que “vuelven” a pintar, o las críticas que ha recibido la propuesta de Dora García en la Bienal de Venecia. Cuando Francis Alÿs, por ejemplo, dice que su taller está en la calle, da a entender que su obra, por más que incluya cuadros, fotos y vídeos, no consiste propiamente en ninguna de esas cosas. En lo que respecta a la música, hace más de medio siglo que John Cage hizo saltar por los aires el refugio del compositor –el refugio, por ejemplo, de Mahler. Es cierto que Cage sentía una gran afinidad con Thoreau, y que en un periodo de su vida se retiró a vivir en Stony Point, pero el hecho de que compusiera en espacios plenamente expuestos –el teléfono sonaba constantemente mientras estaba componiendo, y él nunca dejaba de responder– supone el abandono de cualquier noción de obra que pueda identificarse con una partitura, con una grabación, incluso con una interpretación.

Y si en los campos de la música y las artes visuales han sido determinantes las tentativas de salir del refugio del artista, de trasladar la actividad creativa al centro mismo del espacio común, ¿por qué la escritura sigue tan estrechamente sujeta al formato libro, un formato que requiere indefectiblemente que el autor se retire a trabajar? ¿Acaso el aislamiento es inherente a la escritura? No tengo respuesta a esta pregunta, pero lo que he dicho hasta aquí me hace pensar que en la literatura, en el arte de la palabra entendido en su sentido más amplio, tal vez no concedemos la debida importancia a las experiencias de creación oral. Fijaos que digo creación. No creo que sean muy relevantes, en la discusión que aquí nos ocupa, las experiencias de lectura a viva voz. Me refiero a la clase especial de discurso que constituye una conferencia –cuando el autor tiene la honradez intelectual de no leerla–, una asamblea como las que actualmente se congregan en nuestras plazas –el enorme potencial político de las cuales procede, afirma Óscar Abril Ascaso, del uso performativo del lenguaje que propician–, una clase –ese espacio de diálogo hoy desprestigiado y recortado, y que puede contribuir decididamente a la articulación de un pensamiento crítico–, experiencias en las que el discurso se articula en vivo, ante nuestros ojos. Por supuesto que más tarde los conferenciantes, los activistas políticos, los profesores se retiran a escribir libros, pero acaso el momento decisivo para su trabajo, el destello de lucidez del que procede todo lo demás, se ha dado en un momento de duda, tal vez de pánico incluso, en que un círculo de personas los escuchaba, mirádolos fíjamente.

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