Un modo eficaz de arrojar luz sobre un problema ético o estético que sea bien conocido, que haya sido ya asentado por una capa espesa de autores, es eliminar de la trama del problema –del conjunto de conceptos a partir de los cuales se articula– uno de los personajes: el sujeto. El sujeto, como Dios, constituye en cualquier articulación teórica una zona oscura, tras la que se ocultan prejuicios inconfesables, ignorancias, vergonzantes filiaciones políticas, miedos. Acabo de hallar un caso de esta suerte de clarificación que me parece especialmente conmovedor. Lo expongo brevemente.
En el capítulo de Le temps de la voix titulado “La musique et l’écriture”, Daniel Charles plantea ese problema –el de la música y su escritura– comparándolo con un problema análogo, el del lenguaje y su escritura. Charles parte de la lectura que Derrida hace de Saussure para poner de manifiesto el vínculo profundo, la contaminación recíproca, que existe entre el binomio habla-escritura y el binomio alma-cuerpo:
Pour Saussure, non seulement l’écriture est extérieure à la langue, mais il faut préserver celle-ci de celle-là, comme si une intériorité avait à être garantie des atteintes du dehors. Serait à redouter la “contamination la plus grave, la plus perfide, la plus permanente”: celle qui attaque la langue “du dehors, au moment de la notation”. (…) Semblable inquiétude ne se justifie que parce que l’enjeu est de taille… Il y va précisément de l’intériorité, de notre intériorité, de la subjectivité même du sujet –bref, de ce qui est à ce point constitutif de notre intimité que nous avons peine à en forger le concept. (…) Derrida n’hésite pas à affirmer que “l’écriture, la lettre, l’inscription sensible ont toujours été considérées par la tradition occidentale comme le corps et la matière extérieurs à l’esprit, au souffle, au verbe et au logos”, et que “le problème de l’âme et du corps est sans doute dérivé du problème de l’écriture auquel il semble –inversement– prêter ses métaphores”. (1)
La relación entre la música y su escritura se ajusta, sigue diciendo Charles, a este mismo modelo: la primacía del alma –la voz–, sobre el cuerpo, –la notación. De ahí procede el gusto especial por la melodía, que es voz, en detrimento de la armonía, que es escritura. Charles se refiere entonces a la teoría musical de Rousseau como ejemplo conspicuo de esta preferencia, y es aquí donde va a producirse el giro inesperado que supone la supresión del sujeto. A la armonía, que conlleva la “destruction de l’energie de la musique” (2), deberíamos oponer una melodía pura, ideal, irreal. Y sin embargo, Rousseau concede que debemos atender a la melodía real, a la melodía tal cual es,
“prise par les rapports des sons et par les règles du mode”, c’est-à-dire par l’analyse harmonique qui fournit –hélas– tout les “éléments du chant”. (3)
Charles señala la ambivalencia, en este punto concreto, de la teoría de Rousseau. La voz de la naturaleza no basta por sí misma, se equivocaría, a juicio de Rousseau, el compositor que reprodujera fielmente el croar de las ranas, en lugar de hacerlas cantar. Aquí es donde la intervención del sujeto oscurece por completo el problema. Uno se pregunta, antes de seguir leyendo, ¿por qué el compositor debe hacer cantar las ranas? Y espera la respuesta acostumbrada: porque el arte debe reproducir la naturaleza, no como la pura exterioridad que en realidad es, sino haciéndola emanar del sujeto, de esa fuente primigenia, insondable y, sobre todo, inapelable (4).
Y sin embargo, Charles elude esta respuesta. Borra al sujeto, y el problema se aclara repentinamente. Si el canto no es la naturaleza emanando de lo más recóndito del sujeto, no puede ser otra cosa que lo que Charles ya ha revelado anteriormente: la voz sujeta a los parámetros de la armonía. Y es bien cierto que el único criterio que tenemos para saber si alguien está hablando o cantando es fijarnos en si restringe las modulaciones de su voz a las notas de la escala musical, manteniéndola fija en una de ellas durante un lapso de tiempo, y no abandonándola sinó para apresurarse a caer en otra nota, de forma perfectamente artificiosa.
Eliminamos el sujeto y caen de golpe los prejuicios sobre el canto y su naturalidad, y queda además al descubierto la debilidad de la teoría musical de Rousseau, que defiende el canto frente a la armonía, la voz frente a la escritura, y se apresura a objetar que ese canto debe estar sujeto a los parámetros armónicos, que las inflexiones de esa voz deben ser cuidadosamente anotadas.
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(1) Daniel Charles, Le temps de la voix, Paris, Hermann, 2011, p. 205. Las citas incluidas en estas líneas son de Jacques Derrida, De la grammatologie, Paris, Éd. de Minuit, p. 51.
(2) Misma obra, p. 206.
(3) Misma obra, p. 206. Las citas de estas líneas son de Rousseau, citado a su vez por Derrida en la obra indicada, pp. 302-303.
(4) “Cuanto más se emancipa la conciencia, más imperativa se hace la moral”, dice Nietzsche en La voluntad de poder, § 20 (cito la traducción de Aníbal Froufe, Madrid, Edaf, 2010, p. 45).