Lo que llamamos “historia de la música” es, por encima de todo, un modo de concebir, y por ende de escuchar, la música del pasado y, lo que es más importante, la del presente. Cualquier música que oímos establece una relación –sea de continuidad, de evolución, de ruptura, incluso de rechazo frontal– con la “historia de la música”. Esta historia, este modo de escuchar, depende no sólo de lo que nos han enseñado –de la formación que hemos recibido– sino también de la música –de la ingente cantidad de música– que hemos oído a lo largo de nuestra vida.
Según esto, una experiencia musical verdaderamente valiosa será aquella que cambie la historia. No será –como suele decirse conforme a la fraseología dominante, la que concibe el arte como un fenómeno evolutivo– una transformación del futuro –hablar de cambiar el futuro presupone una actitud velada de sometimiento: la aceptación implícita de ese futuro programado, conforme al curso de la historia, que el poder nos brinda como única salida– sino una transformación de la escucha de la música presente, que no puede dejar de alterar nuestra concepción, y, repito, nuestra escucha, de la música del pasado –que es, en rigor, tras esos segundos de estupidez que produce cualquier experiencia musical viva, toda la música que conocemos.
Esto, cambiar la historia de la música, es lo que hicieron Jonathan Brown, Francesc Prat y los miembros del ensemble BCN216 en su interpretación de The Viola In My Life, de Morton Feldman, ayer en L’Auditori.
En cuanto al sometimiento inherente al hecho de hablar de “cambiar el futuro”, creo que basta pensar en esto: ¿cómo podríamos cambiar lo desconocido?