(Artículo publicado en Sigueleyendo)
Algunas de las reflexiones sobre música más penetrantes que he leído las escribieron personas que no sabían música. Recuerdo, por ejemplo, a Borges imaginando un mundo sin espacio, “en el que no hubiera otra cosa sino conciencias y música”, o a Cioran afirmando con genuina nostalgia (esa que sólo puede infundirnos lo que nunca existió): “lo ideal sería poder repetirse como… Bach”. Podemos atribuir esos destellos de lucidez a la inocencia o la despreocupación del ignorante, pero esta hipótesis no encaja con el cuidado con que esas reflexiones suelen estar escritas ni, todavía menos, con la intensa fruición de la música que connotan. Me inclino por otra explicación, tal vez no mejor fundada, en todo caso mucho más interesante.
Preguntémonos primero qué se entiende por saber música. Mis observaciones al respecto (hace tiempo que pienso en este tema) me han llevado a la conclusión de que cuando alguien dice que otro sabe música se refiere por lo general a dos cosas: 1. Sabe tocar bien un instrumento, y 2. Conoce las leyes de la armonía. Parece que saber solfeo no nos acredita como personas entendidas en música, tal vez porque el solfeo (como el inglés) es de esas cosas que todo el mundo ha estudiado alguna vez, pero muy pocos pueden usar correctamente. Lo que esas dos destrezas tienen en común es que son de carácter técnico y, sobre todo, que son estrictamente musicales, que versan exclusivamente sobre eso que es la música. ¡Pues claro! me diréis, ¿y sobre qué van a versar? ¿No estamos hablando precisamente de saber música? Me explicaré mejor. El que toca un instrumento o enlaza correctamente tres acordes atiende exclusivamente al objeto de su trabajo, los sonidos. ¿Pero la música es realmente un objeto? O, dicho de otro modo, ¿la música consta solamente de sonidos?
No hace mucho leí en la revista Filigrane un artículo de Carmen Pardo que trataba, entre muchas otras cosas, de esta idea de Foucault (otro que no sabía música): nuestra civilización ha hablado incansablemente sobre música, pero acaso ignora todavía lo que es hablar de música; hemos discutido acerca de ella, por encima de ella, poniéndola a cierta distancia y aplicándole nuestras técnicas de análisis, pero tal vez no hemos sabido hablar a su lado, de su mano, acompañándola o dejando que nos lleve. Como respuesta a esta idea fascinante, Carmen Pardo hace suya la propuesta de Nietzsche: no entender la música como objeto sonoro, sino como fuerza, como movimiento, como presencia.
Este es el punto al que quería llegar. La música no es un objeto, no es algo que se halla ahí fuera, en un escenario, en un altavoz, sino un movimiento que se da entre nosotros, en el espacio dentro del cual nos encontramos. Y por eso para comprenderla verdaderamente o, mejor dicho, para vivirla plenamente, no podemos separarla de lo que propicia, de lo que desencadena, de lo que despierta. Desde esta perspectiva, las reflexiones de aquellos que, aun sin saber, gozan de la música, ya no parecen tan faltas de fundamento. Pensad en los escritores de hoy cuya obra parece indisociable de la música. No saben mucho sobre ella, ni tocan ningún instrumento, o lo hacen bochornosamente mal, pero viven perpetuamente envueltos en música, y saben muy bien lo que esta les ha hecho.