Estas notas amplían y precisan el artículo Ramon Humet: música no lineal, que se publicará el próximo miércoles, 15 de septiembre, en el suplemento Cultura’s de La Vanguardia. No son más, en última instancia, que una lectura del Capítulo IV: Hablar de Las palabras y las cosas.
Escribe Foucault:
Lo que distingue al lenguaje de todos los demás signos y le permite desempeñar un papel decisivo en la representación no es tanto que sea individual o colectivo, natural o arbitrario, sino que analice la representación según un orden necesariamente sucesivo: los sonidos, en efecto, sólo pueden ser articulados uno a uno; un lenguaje no puede representar al pensamiento, de golpe, en su totalidad; es necesario que lo disponga parte a parte según un orden lineal.1
Este texto, tal como está redactado, parece dar a entender que la causa de que el lenguaje tenga un orden necesariamente sucesivo es el hecho de que los sonidos “sólo pueden ser articulados uno a uno”. Pero que un ser humano no pueda –salvo contadas excepciones– articular más de un sonido a la vez es un hecho contingente, y no es en absoluto evidente que esté en la raíz de la naturaleza del lenguaje. De hecho, en las páginas que siguen a las líneas citadas, Foucault no vuelve a referirse a la naturaleza sonora del lenguaje, sino que se extiende en su naturaleza analítica, lo cual indica que ese papel de causa del orden sucesivo del lenguaje lo atribuye, en verdad, a su carácter analítico, y que aquella referencia a la articulación de los sonidos tiene más de comentario hecho al pasar que de afirmación meditada. Es del hilo de ese comentario, sin embargo, del que me interesa tirar aquí.
Existen muchas circunstancias en que los sonidos no se articulan necesariamente “uno a uno”, sino que pueden emitirse en simultaneidad. Pensemos, por ejemplo, en The Idea of North2 de Glenn Gould, o en la música para coro. Si la causa del orden sucesivo del lenguaje fuera la imposibilidad de articular varios sonidos simultáneamente, en los casos en que esa limitación queda superada el lenguaje tendría que poder darse de forma no necesariamente sucesiva. Lo que ocurre, sin embargo, es que, en aquellas ocasiones, como en The Idea of North, en que el lenguaje está articulado de forma no sucesiva, no alcanzamos a comprenderlo plenamente –aprehendemos retazos aquí y allá, pero en modo alguno logramos formarnos una idea cabal del discurso que se está articulando. El lenguaje deja, pues, de funcionar, lo que equivale a decir –si nos atenemos, como pretendo aquí, a la concepción de Foucault– que deja de poder considerarse lenguaje.3 Nótese que no se trata de una mera dificultad de percepción o de asimilación: ocurre que no se puede establecer en modo alguno (ni mediante un análisis pormenorizado de la obra) cuál es el significado del hipotético discurso que constituye.
Ello demuestra que el carácter necesariamente sucesivo del lenguaje no se debe a una u otra limitación contingente, sino, como apunta en última instancia el texto de Foucault, a su propia naturaleza de análisis de la representación:
Para constituir el lenguaje o para animarlo desde el interior, no hay un acto esencial y primitivo de significación, sino sólo, en el núcleo de la representación, este poder que le pertenece de representarse a sí misma, es decir, de analizarse, yuxtaponiéndose, parte a parte, bajo la mirada de la reflexión, y delegándose a sí misma en un sustituto que la prolonga.4
El lenguaje es el análisis de la representación, y el análisis no es otra cosa que ese fragmentar para yuxtaponer, parte a parte, bajo la mirada de la reflexión. Finalmente, el orden sucesivo del lenguaje, del que aquí venimos tratando, es la única forma en que esta disposición en partes yuxtapuestas, que se da, según dice Foucault, en el espacio, puede pasar al orden temporal.5
Podemos retomar ahora el hilo del que me propuse tirar inicialmente: la relación del lenguaje con el sonido. Esta relación depende, en última instancia, de las distintas modalidades de disposición del sonido en el tiempo. Sobre la base de la distinción, y del vínculo indisociable, que Foucault establece entre la representación y el lenguaje, podemos dividir el arte musical en tres grandes categorías.
La primera es la de las piezas musicales que no constituyen en modo alguno una representación. Se trata de obras entre cuyos sonidos no se establece relación alguna en el transcurso del tiempo, de modo que cada uno de ellos es una irrupción plenamente autónoma. La memoria queda, ante esta música, desarmada –falta de referencias sobre las que asentarse–, y los sonidos aparecen en una disposición que anula todas las relaciones, o que permite que se establezca absolutamente cualquier relación, que todas ellas sean intercambiables, equivalentes y, por ello, desprovistas de sentido. Tal abolición de las relaciones imposibilita que entren en juego la imaginación y la semejanza, de las que depende la representación:
En esta posición de límite y de condición (aquello sin lo cual y de este lado de lo cual no se puede conocer), la semejanza se sitúa al lado de la imaginación o, más exactamente, no aparece sino por virtud de la imaginación, y ésta, a su vez, sólo se ejerce apoyándose en ella. En efecto, si se suponen, en la cadena ininterrumpida de la representación, impresiones, las más simples posibles y que no tengan entre ellas el menor grado de semejanza, no habrá posibilidad alguna de que la segunda haga recordar la primera, la haga reaparecer y autorice así su representación en lo imaginario; las impresiones se sucederán en la mayor diferencia -tan grande que ni siquiera podrá ser percibida ya que nunca podrá una representación tener la oportunidad de fijarse en un lugar, de resucitar otra anterior y de yuxtaponerse a ella para dar lugar a una comparación; no se dará la mínima identidad necesaria para cualquier diferenciación. El cambio perpetuo se desarrollará sin punto de referencia en la perpetua monotonía.6
En esta primera categoría cae la mayor parte (o la parte más conspicua) de la música de John Cage.
La segunda categoría es la de las piezas musicales entre cuyos sonidos se establece el juego de relaciones de la representación, pero en las que esas relaciones no se hallan desplegadas, yuxtapuestas parte a parte, en el orden sucesivo del lenguaje. Se trata de piezas en las que las relaciones conservan la simultaneidad con que las representaciones se dan en el pensamiento:
Es verdad que los pensamientos se suceden en el tiempo, pero cada uno forma una unidad (…). Son estas representaciones, así encerradas en sí mismas, las que hay que desarrollar en las proposiciones: para mi mirada, “el abrirse es interior a la rosa”; pero no puedo evitar que, en mi discurso, la preceda o la siga. Si el espíritu tuviera el poder de pronunciar las ideas “tal como las percibe”, es indudable que “las pronunciaría todas a la vez”. Pero es justo esto lo que no es posible, pues, si “el pensamiento es una operación simple, su enunciación es una operación sucesiva”. Allí reside lo propio del lenguaje, lo que lo distingue a la vez de la representación (de la que no es a su vez sino representación) y de los signos (a los que pertenece sin otro privilegio particular). No se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a la reflexión; no se opone a los otros signos –gestos, pantomimas, versiones, pinturas, emblemas– como lo arbitrario o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo esto como lo sucesivo a lo contemporáneo. Es, con respecto al pensamiento y a los signos, lo que el álgebra con respecto a la geometría: sustituye la comparación simultánea de las partes (o de las magnitudes) por un orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este sentido estricto, el lenguaje es el análisis del pensamiento: no un simple recorte, sino la profunda instauración del orden en el espacio.7
Caen en esta segunda categoría, por ejemplo, las numerosas piezas de Iannis Xenakis o de Ramon Humet que ostentan una estructura matemática, o las fugas del Clave bien temperado o del Arte de la fuga de J. S. Bach.
La tercera categoría comprende aquellas piezas musicales que no sólo establecen el juego de relaciones de la representación, sino que lo disponen además según el orden sucesivo del lenguaje. Desde luego toda obra musical se desarrolla, de un modo u otro, en un orden sucesivo (aunque sólo sea el del correr de los segundos mientras suena); no se trata aquí de que estas obras tengan un orden sucesivo más estricto o más coherente que las que he incluido en las categorías anteriores, sino de que tengan precisamente el orden sucesivo que resulta de la disposición en el tiempo del análisis de la representación, de su despliegue parte a parte –en el espacio, como dice Foucault–, bajo la mirada de la reflexión y al servicio de la comprensión. Cae en esta tercera categoría la mayor parte de la música occidental de la segunda mitad del siglo XVIII y del XIX.
NOTAS
1. Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, traducción de Elsa Cecilia Frost, Siglo Veintiuno Editores, 1991, p. 87.
2. Programa de radio producido por Glenn Gould en 1967. Puede escucharse un fragmento aquí.
3. “El Renacimiento se detuvo ante el hecho en bruto de que hay un lenguaje: en el espesor del mundo, un grafismo mezclado a las cosas o que corre por debajo de ellas; siglos depositados sobre los manuscritos o sobre las hojas de los libros. Y todas estas marcas insistentes apelaban a un segundo lenguaje -el del comentario, de la exégesis, de la erudición- para hacer hablar y hacer al fin móvil al lenguaje que dormía en ellas; el ser del lenguaje precedía, como una muda obstinación, a lo que se podía leer en él y a las palabras en que se le hacía resonar. A partir del siglo XVII, lo que se elide es esta existencia maciza e intrigante del lenguaje. No aparece ya oculta en el enigma de la marca: aparece más bien desplegada en la teoría de la significación. En el límite, se podría decir que el lenguaje clásico no existe, sino que funciona: toda su existencia tiene lugar en su papel representativo, se limita exactamente a él y acaba por agotarse en él.” Michel Foucault, ob. cit., p. 84.
4. Ibíd. p. 83.
5. Foucault traza esta distinción entre una disposición previa en el espacio y la subsiguiente disposición en el tiempo al establecer los papeles complementarios de la retórica y la gramática: “La retórica define la espacialidad de la representación, tal como nace en el lenguaje; la gramática define, respecto de cada lengua, el orden que reparte esta espacialidad en el tiempo.” ob. cit., p. 89.
6. Ibíd., pp. 74-75.
7. Ibíd., pp. 87-88.