Ramon Humet

Música no lineal (2): Ramon Humet

(Artículo publicado en el suplemento Cultura’s de La Vanguardia, nº 430, 15 de septiembre de 2010. Edición impresa)

“Aquella señora tiene un piano / que es agradable, pero no es el correr de los ríos / ni el murmullo que los árboles hacen…”. Estos versos de Fernando Pessoa dan fe de una sensibilidad parecida a la que viene gobernando la música occidental desde mediados del siglo pasado: la tendencia hacia el ruido. No entenderemos aquí por ruido el sonido feo, sino aquel que, como el murmullo de los ríos y los árboles, escapa a nuestro control. Esa tendencia de la música hacia el ruido se ha dado por dos vías opuestas. La primera es el uso de sonidos grabados directamente del entorno o producidos con objetos que no son, en principio, instrumentos musicales. Precisamente por no haber sido concebidos como instrumentos, los sonidos que emiten esos objetos son difíciles de controlar. Y es en la medida en que conllevan cierta falta de control, y no porque produzcan sonidos poco convencionales, que el uso de tales objetos constituye una vía de escapada hacia el ruido. Esta vía hace tiempo que dejó de ser revolucionaria ‒si lo dudan infórmense del precio de las entradas para un concierto de Tom Waits.

El otro camino por el que la música ha tendido hacia el ruido consiste en prestar atención a los sonidos que los instrumentos musicales tradicionales producen cuando no han sido moldeados por una fuerza exterior. John Cage dijo en una ocasión: “Cuando oigo lo que llamamos música, tengo la impresión de que alguien está hablando, hablando de sus sentimientos o sus ideas”. Es la presencia de ese alguien que habla lo que impide que los instrumentos desplieguen su capacidad de sonar, y que los oyentes podamos apreciar los sonidos en toda su complejidad, ocupados como estamos en entender lo que se nos dice. Esta vía de aproximación al ruido es más sutil que la primera, pero no menos arriesgada: en la medida en que una pieza no siga el dictado de lo que uno quiere decir, desarmará cualquiera de las gramáticas musicales en las que hemos sido educados y nos invitará a escuchar como escuchamos el fragor de una tormenta: desorientados, sobrecogidos, quizá también extrañamente confortados.

Ramon Humet (Barcelona, 1968) es un claro exponente de esta segunda vía de exploración musical. No quisiera que el haber hablado de ruido y de falta de control produjera una impresión errónea: la de Humet es una música muy trabajada, pulida hasta el mínimo detalle. Lo que ocurre es que ese trabajo no está al servicio del sujeto, de lo que este crea que necesita expresar. De hecho, el conjunto de la obra de Humet, tal como hasta hoy la conocemos, parece buscar la disolución del sujeto. Y no es el dictado del sujeto, ¿qué es lo que confiere a esta música su perfil incisivo y su extraordinaria precisión? Consideremos, por ejemplo, la obra Música del no ésser, que Pablo González estrenará, al frente de la OBC, el próximo 24 de septiembre en L’Auditori. La pieza se basa en los versos que el monje zen Daido Ichi’i escribió momentos antes de morir: “La música del no ésser / omple el buit: / sol de primavera, / blancor de neu, / núvols brillants, / vent transparent.” Esta nítida impresión momentánea, producida por la confluencia de elementos dispares (el sol, la blancura, las nubes, el viento) es lo que da la pauta a la pieza de Humet. Una impresión de este tipo parecerá más precaria y frágil que el sujeto íntimo del compositor, pero puede resultar, en determinadas circunstancias, una realidad menos oscura y más intensa. Piensen en la conjunción del calor del sol en la piel, la boca seca, los ojos cegados y el canto de las cigarras en los oídos. Una impresión como esa, que constituye, en verdad, el ser mismo del verano, se nos impone con una nitidez y una intensidad inauditas. En esa clase de impresiones múltiples se asientan muchas obras de Humet. Con esa misma nitidez e intensidad actúan sobre nuestro espíritu.

El propio compositor reflexiona sobre tales confluencias de elementos dispares: “Una escena pintada en un quadre, una escena d’una òpera o una situació de la vida quotidiana tenen en comú que formen un conjunt orgànic on tots els elements estan interconnectats en un mateix marc d’espai i temps. Aquesta limitació converteix el temps en un present continu, l’amplitud del qual abraça tota l’escena de manera no linial, establint una xarxa temporal multidireccional en què cada element conté en si mateix un temps paral·lel a tots els altres en què transcorre el propi procés d’evolució.” En efecto, el hecho de abrazar la multiplicidad y situarla en el origen mismo de la pieza musical supone la alteración del orden temporal en que esta se despliega. Una obra moldeada según la necesidad de expresión del sujeto, de ese alguien que habla en la música, se ajusta necesariamente al orden lineal del discurso, a la forma sucesiva en que los sentimientos y los pensamientos se dan a entender. En la música de Humet, en cambio, si bien los sonidos aparecen, naturalmente, unos después de otros, no lo hacen conforme a la concatenación lógica del discurso. Un sonido no aparece como causa del anterior y no explica el siguiente, simplemente aparece junto a ellos, en el seno de un ámbito temporal distendido que acoge, como dice el compositor, elementos que evolucionan en tiempos distintos. La música no se da entonces en el tiempo que miden los relojes, sino en un tiempo que se despliega por debajo de este, y en el que los sonidos se disponen no en la línea de la sucesión, sino en una red de interconexiones que nuestra conciencia puede recorrer por distintos caminos y en distintas direcciones. El piano del que hablaba Pessoa, que hacía desear el río y el árbol, se ha convertido ahora en piano-río, en piano-árbol, y distribuye los sonidos a nuestro alrededor en un orden que, sin dejar de ser profundamente armonioso, hace imposible prever qué va a ocurrir a continuación.

Música no lineal (1)

Estas notas amplían y precisan el artículo Ramon Humet: música no lineal, que se publicará el próximo miércoles, 15 de septiembre, en el suplemento Cultura’s de La Vanguardia. No son más, en última instancia, que una lectura del Capítulo IV: Hablar de Las palabras y las cosas.

Escribe Foucault:

Lo que distingue al lenguaje de todos los demás signos y le permite desempeñar un papel decisivo en la representación no es tanto que sea individual o colectivo, natural o arbitrario, sino que analice la representación según un orden necesariamente sucesivo: los sonidos, en efecto, sólo pueden ser articulados uno a uno; un lenguaje no puede representar al pensamiento, de golpe, en su totalidad; es necesario que lo disponga parte a parte según un orden lineal.1

Este texto, tal como está redactado, parece dar a entender que la causa de que el lenguaje tenga un orden necesariamente sucesivo es el hecho de que los sonidos “sólo pueden ser articulados uno a uno”. Pero que un ser humano no pueda –salvo contadas excepciones– articular más de un sonido a la vez es un hecho contingente, y no es en absoluto evidente que esté en la raíz de la naturaleza del lenguaje. De hecho, en las páginas que siguen a las líneas citadas, Foucault no vuelve a referirse a la naturaleza sonora del lenguaje, sino que se extiende en su naturaleza analítica, lo cual indica que ese papel de causa del orden sucesivo del lenguaje lo atribuye, en verdad, a su carácter analítico, y que aquella referencia a la articulación de los sonidos tiene más de comentario hecho al pasar que de afirmación meditada. Es del hilo de ese comentario, sin embargo, del que me interesa tirar aquí.

Existen muchas circunstancias en que los sonidos no se articulan necesariamente “uno a uno”, sino que pueden emitirse en simultaneidad. Pensemos, por ejemplo, en The Idea of North2 de Glenn Gould, o en la música para coro. Si la causa del orden sucesivo del lenguaje fuera la imposibilidad de articular varios sonidos simultáneamente, en los casos en que esa limitación queda superada el lenguaje tendría que poder darse de forma no necesariamente sucesiva. Lo que ocurre, sin embargo, es que, en aquellas ocasiones, como en The Idea of North, en que el lenguaje está articulado de forma no sucesiva, no alcanzamos a comprenderlo plenamente –aprehendemos retazos aquí y allá, pero en modo alguno logramos formarnos una idea cabal del discurso que se está articulando. El lenguaje deja, pues, de funcionar, lo que equivale a decir –si nos atenemos, como pretendo aquí, a la concepción de Foucault– que deja de poder considerarse lenguaje.3 Nótese que no se trata de una mera dificultad de percepción o de asimilación: ocurre que no se puede establecer en modo alguno (ni mediante un análisis pormenorizado de la obra) cuál es el significado del hipotético discurso que constituye.

Ello demuestra que el carácter necesariamente sucesivo del lenguaje no se debe a una u otra limitación contingente, sino, como apunta en última instancia el texto de Foucault, a su propia naturaleza de análisis de la representación:

Para constituir el lenguaje o para animarlo desde el interior, no hay un acto esencial y primitivo de significación, sino sólo, en el núcleo de la representación, este poder que le pertenece de representarse a sí misma, es decir, de analizarse, yuxtaponiéndose, parte a parte, bajo la mirada de la reflexión, y delegándose a sí misma en un sustituto que la prolonga.4

El lenguaje es el análisis de la representación, y el análisis no es otra cosa que ese fragmentar para yuxtaponer, parte a parte, bajo la mirada de la reflexión. Finalmente, el orden sucesivo del lenguaje, del que aquí venimos tratando, es la única forma en que esta disposición en partes yuxtapuestas, que se da, según dice Foucault, en el espacio, puede pasar al orden temporal.5

Podemos retomar ahora el hilo del que me propuse tirar inicialmente: la relación del lenguaje con el sonido. Esta relación depende, en última instancia, de las distintas modalidades de disposición del sonido en el tiempo. Sobre la base de la distinción, y del vínculo indisociable, que Foucault establece entre la representación y el lenguaje, podemos dividir el arte musical en tres grandes categorías.

La primera es la de las piezas musicales que no constituyen en modo alguno una representación. Se trata de obras entre cuyos sonidos no se establece relación alguna en el transcurso del tiempo, de modo que cada uno de ellos es una irrupción plenamente autónoma. La memoria queda, ante esta música, desarmada –falta de referencias sobre las que asentarse–, y los sonidos aparecen en una disposición que anula todas las relaciones, o que permite que se establezca absolutamente cualquier relación, que todas ellas sean intercambiables, equivalentes y, por ello, desprovistas de sentido. Tal abolición de las relaciones imposibilita que entren en juego la imaginación y la semejanza, de las que depende la representación:

En esta posición de límite y de condición (aquello sin lo cual y de este lado de lo cual no se puede conocer), la semejanza se sitúa al lado de la imaginación o, más exactamente, no aparece sino por virtud de la imaginación, y ésta, a su vez, sólo se ejerce apoyándose en ella. En efecto, si se suponen, en la cadena ininterrumpida de la representación, impresiones, las más simples posibles y que no tengan entre ellas el menor grado de semejanza, no habrá posibilidad alguna de que la segunda haga recordar la primera, la haga reaparecer y autorice así su representación en lo imaginario; las impresiones se sucederán en la mayor diferencia -tan grande que ni siquiera podrá ser percibida ya que nunca podrá una representación tener la oportunidad de fijarse en un lugar, de resucitar otra anterior y de yuxtaponerse a ella para dar lugar a una comparación; no se dará la mínima identidad necesaria para cualquier diferenciación. El cambio perpetuo se desarrollará sin punto de referencia en la perpetua monotonía.6

En esta primera categoría cae la mayor parte (o la parte más conspicua) de la música de John Cage.

La segunda categoría es la de las piezas musicales entre cuyos sonidos se establece el juego de relaciones de la representación, pero en las que esas relaciones no se hallan desplegadas, yuxtapuestas parte a parte, en el orden sucesivo del lenguaje. Se trata de piezas en las que las relaciones conservan la simultaneidad con que las representaciones se dan en el pensamiento:

Es verdad que los pensamientos se suceden en el tiempo, pero cada uno forma una unidad (…). Son estas representaciones, así encerradas en sí mismas, las que hay que desarrollar en las proposiciones: para mi mirada, “el abrirse es interior a la rosa”; pero no puedo evitar que, en mi discurso, la preceda o la siga. Si el espíritu tuviera el poder de pronunciar las ideas “tal como las percibe”, es indudable que “las pronunciaría todas a la vez”. Pero es justo esto lo que no es posible, pues, si “el pensamiento es una operación simple, su enunciación es una operación sucesiva”. Allí reside lo propio del lenguaje, lo que lo distingue a la vez de la representación (de la que no es a su vez sino representación) y de los signos (a los que pertenece sin otro privilegio particular). No se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a la reflexión; no se opone a los otros signos –gestos, pantomimas, versiones, pinturas, emblemas– como lo arbitrario o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo esto como lo sucesivo a lo contemporáneo. Es, con respecto al pensamiento y a los signos, lo que el álgebra con respecto a la geometría: sustituye la comparación simultánea de las partes (o de las magnitudes) por un orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este sentido estricto, el lenguaje es el análisis del pensamiento: no un simple recorte, sino la profunda instauración del orden en el espacio.7

Caen en esta segunda categoría, por ejemplo, las numerosas piezas de Iannis Xenakis o de Ramon Humet que ostentan una estructura matemática, o las fugas del Clave bien temperado o del Arte de la fuga de J. S. Bach.

La tercera categoría comprende aquellas piezas musicales que no sólo establecen el juego de relaciones de la representación, sino que lo disponen además según el orden sucesivo del lenguaje. Desde luego toda obra musical se desarrolla, de un modo u otro, en un orden sucesivo (aunque sólo sea el del correr de los segundos mientras suena); no se trata aquí de que estas obras tengan un orden sucesivo más estricto o más coherente que las que he incluido en las categorías anteriores, sino de que tengan precisamente el orden sucesivo que resulta de la disposición en el tiempo del análisis de la representación, de su despliegue parte a parte –en el espacio, como dice Foucault–, bajo la mirada de la reflexión y al servicio de la comprensión. Cae en esta tercera categoría la mayor parte de la música occidental de la segunda mitad del siglo XVIII y del XIX.

NOTAS

1. Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, traducción de Elsa Cecilia Frost, Siglo Veintiuno Editores, 1991, p. 87.

2. Programa de radio producido por Glenn Gould en 1967. Puede escucharse un fragmento aquí.

3. “El Renacimiento se detuvo ante el hecho en bruto de que hay un lenguaje: en el espesor del mundo, un grafismo mezclado a las cosas o que corre por debajo de ellas; siglos depositados sobre los manuscritos o sobre las hojas de los libros. Y todas estas marcas insistentes apelaban a un segundo lenguaje -el del comentario, de la exégesis, de la erudición- para hacer hablar y hacer al fin móvil al lenguaje que dormía en ellas; el ser del lenguaje precedía, como una muda obstinación, a lo que se podía leer en él y a las palabras en que se le hacía resonar. A partir del siglo XVII, lo que se elide es esta existencia maciza e intrigante del lenguaje. No aparece ya oculta en el enigma de la marca: aparece más bien desplegada en la teoría de la significación. En el límite, se podría decir que el lenguaje clásico no existe, sino que funciona: toda su existencia tiene lugar en su papel representativo, se limita exactamente a él y acaba por agotarse en él.” Michel Foucault, ob. cit., p. 84.

4. Ibíd. p. 83.

5. Foucault traza esta distinción entre una disposición previa en el espacio y la subsiguiente disposición en el tiempo al establecer los papeles complementarios de la retórica y la gramática: “La retórica define la espacialidad de la representación, tal como nace en el lenguaje; la gramática define, respecto de cada lengua, el orden que reparte esta espacialidad en el tiempo.” ob. cit., p. 89.

6. Ibíd., pp. 74-75.

7. Ibíd., pp. 87-88.