(Artículo publicado en el suplemento Cultura’s de La Vanguardia, nº 405, 24 de marzo de 2010. Edición impresa: primera página, segunda página.)
El terremoto de Haití no ha tardado en tener una respuesta musical: más de setenta estrellas de la canción y del cine han participado en una nueva versión del gran éxito de Michael Jackson y Lionel Richie We are the world. ¿Eso es todo lo que la música puede hacer? Desde la perspectiva de quienes han resultado heridos o han perdido a personas queridas en aquella catástrofe, esta respuesta debe de parecer insuficiente. Unas cuantas celebridades graban una canción ñoña y pegadiza, en un montaje publicitario que mejora su imagen mediática de artistas solidarios y bondadosos y contribuye a financiar el suculento negocio de reconstrucción de un país arrasado. La estampa de comunión y de amor es fabulosa. Pero podemos imaginar que las víctimas preferirían que nos hiciéramos cargo de su sufrimiento, que fuéramos conscientes del horror en que han sido sumidas, algo que un acto tan bonito difícilmente podría lograr.
Parece que la música goza de cierta reputación en cuanto a su capacidad de transmitir lo demoníaco, entendido como aquella potencia activa que, ya sea en la naturaleza desatada o en los actos atroces de los hombres, rompe el cerco de la moral. O por lo menos es frecuente la precaución ante esa capacidad. Cuando Eckermann expresó a Goethe la esperanza en que un día fuera escrita una música adecuada para su Fausto, este le respondió que era del todo imposible: “lo repugnante, desagradable y terrible que deberían tener algunos pasajes de esa música resulta contrario a nuestra época”, dijo. Y sin embargo, cuando los músicos románticos vencieron este escrúpulo del Goethe ilustrado y se lanzaron a escribir un sinfín de composiciones inspiradas en aquel personaje demoníaco, no produjeron nada tan terrible. La Sinfonía Fausto de Liszt es de un arrebato y un descaro bien pueriles. La segunda parte de la Sinfonía nº 8 de Mahler, más inclinado que Liszt a la descarnada ironía, se limita a traducir en música la escena apoteósica y eufónica que cierra la obra de Goethe. Presenta, pues, la salvación de Fausto, pero nos ahorra sus actos abominables.
También Thomas Mann veía en la música “un mundo de espíritus por cuya absoluta fiabilidad en cuestiones de razón y dignidad humana no querría poner yo precisamente mi mano en el fuego”. Es esta idea la que le induce a caracterizar a Adrian Leverkühn, su particular versión del personaje de Fausto, no como pintor o poeta, sino como compositor. Pero nadie ha escuchado la música que Adrian Leverkühn escribe en aparente connivencia con el diablo. Es bien sabido que Mann atribuye al héroe de su novela la creación de la técnica dodecafónica, pero ello no significa que identifique su música con la de Schönberg. En una carta dirigida a este, puntualiza que en el relato la técnica dodecafónica se asocia a “una noción de magia negra y de frialdad demoníaca que no le corresponden en la realidad, y que transforman su creación en algo distinto de lo que es en la vida, fuera del libro”.
Parece entonces que no se ha compuesto una música que justifique los temores de Goethe ni las fabulaciones de Thomas Mann acerca de la especial capacidad de este arte para transmitir el horror. Stockhausen manifestó su desazón ante este límite de la expresión musical en unas declaraciones que produjeron un gran escándalo. Cuando el 16 de septiembre de 2001 un periodista le preguntó su opinión sobre el reciente atentado en las Torres Gemelas, el compositor respondió que le parecía “la obra de arte más grande que jamás se haya hecho”, y ponderó el carácter radical y catártico de aquel acto, “algo con lo que en la música nunca podremos soñar”. Evidentemente, la barrera que separa a un acto semejante de la música –Stockhausen lo dijo, pero esta parte interesó menos a los medios de comunicación– es que constituye un crimen. El arte no busca causar horror, sino despertar la conciencia del horror. Busca reaccionar ante un acto de despiadada ofuscación, como es un crimen –y quizá sea este el mejor modo de comprender las palabras de Stockhausen–, con un acto de despiadada lucidez.
La mejor respuesta artística ante un hecho de incomprensible violencia de la que tengo conocimiento es el vídeo Guitar Drag de Christian Marclay, que se exhibió en el CCCB en el marco de la exposición El segle del jazz. Si se resisten a aceptar una pieza de este tipo como musical, convendrán al menos en considerarla como arte sonoro, dado que en ella el sonido juega un papel fundamental. En 1998, a las afueras de Jaspers (Texas), tres individuos ataron una gruesa cadena a los pies de un hombre negro llamado James Byrd Jr, unieron el otro extremo de la cadena a la parte trasera de un camión y lo arrastraron por el suelo hasta matarlo. En Guitar Drag vemos como Marclay somete a la misma tortura a una guitarra eléctrica, conectada a un gran altavoz dispuesto en la parte trasera del camión. Presenciamos la progresiva destrucción del instrumento mientras suenan, y esta la parte más sobrecogedora de la pieza, los ensordecedores chillidos que emite en su roce con el asfalto, las hierbas y las piedras. Me parece que esta obra produce en el espectador una aguda conciencia del sufrimiento que debió de padecer James Byrd Jr. Causa una mezcla de espanto y de fascinación, la misma que acompaña a todo estado de descarnada lucidez. Naturalmente, este estado no puede mantenerse por mucho tiempo: el vídeo dura apenas unos minutos, y si uno quiere verlo varias veces pronto empieza a pensar en otras cosas. Parece ser que nuestra lucidez nunca llega a estar a la altura del horror que nos circunda. El instinto de conservación nos asiste y, tras unos momentos de pasmosa claridad, nos devuelve a un estado de atonía razonable y benigna.
No es casual que la pieza que llega un poco más allá de lo acostumbrado en la toma de conciencia del horror sea de una clase no aceptada unánimemente como musical. La reacción ante un hecho que rompe el cerco de la moral (sea una catástrofe de la naturaleza o una atrocidad humana) no puede quedar reducida al cerco de la estética. Y nada delimita este cerco con mayor nitidez que las formas artísticas tradicionales. Ante una marina pintada al óleo, una novela de trama emocionante o una sonata para violín y piano, nadie duda de que se encuentra en el ámbito del arte, ese mundo en que la representación estetizada convierte el horror en algo edificante, incluso bello. La impostura de cantar We are the world como respuesta al terremoto de Haití no reside tanto en el hecho de que esta canción sea ñoña y pegadiza, sino en el hecho mismo de que sea una canción, una invención inequívocamente artística, perfectamente constreñida al campo de la estética, el ámbito maravilloso en que no existe el horror.